BIENVENIDA AL BLOG

Va a ser este un blog dedicado por mí a otros contenidos. Comienzo con él mi fase más pública, una participación en el mundo de la política que hasta a mí me ha resultado sorpresiva, pero que en el fondo no deja de ser más que una respuesta a ese lado más social que desde siempre he demostrado a lo largo de mi trabajo. Recién llegada al mundo de la política municipal, he de confesar mi ilusión por seguir trabajando por la ciudad que me vio nacer de una manera mucho más intensa de lo que lo he hecho durante todos estos años a través de las actividades que he ido desarrollando a lo largo de mi vida profesional.
Es diferente ver la vida desde este lado, pero también enriquecedor, a pesar de todas las dificultades con las que sé me voy a encontrar en este nuevo recorrido.
Mi decisión, trabajar por y para mi ciudad, está teniendo muy buena acogida en el amplio entorno en el que me muevo, y espero que el fruto comience a verse enseguida, junto al conseguido por el esfuerzo del resto de mis compañer@s.
Son muchas las responsabilidades que me han correspondido, pero todas directamente relacionadas. Por eso, aunque ya llevaba más de un año con el blog de "igualdad" que voy a seguir manteniendo, he decidido abrir este otro que dé cobertura al resto de áreas que van a ser de mi competencia.
Espero que resulte de interés para la ciudanía de Astorga y sus pedanías, porque a todas ellas deseo extender mis desvelos.
Gracias por vuestra visita y también, si las hubiera, por vuestras sugerencias en torno a mi trabajo.

martes, 4 de marzo de 2014

LA ESCENA INOLVIDABLE. De José Manuel Gómez Vega. 2º premio Relatos de Navidad Astorga 2013. Categoría Adultos.



            La joven pareja se mudó a una de las casas de nuestra urbanización un veintiuno de diciembre, fecha que recuerdo perfectamente porque él guardaba cierta semejanza con el actor cuya foto ilustraba una de las noticias del periódico de ese día. (Al parecer, tras su última película, el hombre había recibido tantas amenazas de fundamentalistas que, por el bien de su mujer embarazada, habían decidido abandonar su domicilio).
            Su correspondencia llegaba dirigida a nombre de José D. Nazario, y la primera vez llamé al timbre para entregársela en mano.
            ¡Ding-dong!
            Tras presentarme como el cartero de la urbanización, le advertí sobre lo conveniente que sería que colocase en el buzón los nombres completos de cada uno de los residentes, pero debió de olvidarse. No conseguí averiguar a qué correspondía la inicial, ni el nombre de su mujer más allá del Mari con el que se presentaría poco después. No me importó porque imaginé que no se quedarían mucho tiempo en una casa tan necesitada de reparaciones. Sin embargo, el hombre resultó ser todo un manitas, en especial con la madera.
            Aquel primer encuentro —cuando les sugerí que colocasen la tarjetita en el buzón y no me hicieron caso ni yo me ofendí por ello— tuvo lugar un lunes por la mañana, a eso de las doce y cuarto porque ya había tomado el sol y sombra que nunca perdono en el Romanos. Me sorprendió ver un coche aparcado frente a la casa de los Portel, deshabitada desde que la viuda pasase a mejor vida hacía año y medio. Doña Belén era una señorona de las de antes, grande y del tono pajizo de las que fueron rubias. Alguna vez me invitó a entrar para tomarnos unos chupitos, y la última acabamos retozando sobre un diván tan estrecho que a ella se le descoyuntó la cadera. La eventualidad la experimenté como un alivio porque lo mío con la carnalidad es patológico: simplemente no me llama. A veces, como entonces, me obligo, pero no hay manera de excitarme. Mi esposa dice que soy asexuado y no le falta razón. Desde ese lamentable episodio me sucede que a menudo la imagino con unos hermosos cuernos sobre la cabeza, lo que unido a su sobrepeso provoca que la asocie a aquellas vacas orondas de mi infancia pueblerina. Y es que yo soy muy visual, y la imaginación puede jugarme esas malas pasadas. Pero que conste que la quiero mucho.
            Mari asomó por la puerta principal con ambas manos rodeando un bombo prominente. Entonces les anuncié que el bebé iba a ser el primero que naciese en la urbanización. Pues habrá que celebrarlo, recuerdo que dijo él posando su mano delicada sobre mi hombro, a lo que añadí que mi señora y un servidor estaríamos encantados de visitarlos a la vuelta del hospital. Nada de hospitales, exclamó ella sonriente. Su rostro brillaba con la tersura de las primerizas. Reconocí mi ignorancia sobre las bondades del parto natural en casa y me despedí tras repetirles lo especial que sería su niño.
            Mi mujer preparó un plato de leche frita y sugirió que los visitásemos la tarde del Día de Nochebuena para darles la bienvenida oficial a la urbanización, felicitarles las fiestas y husmear un poco en sus vidas.
            Si ahora cuento todo esto es por lo sucedido esa noche. Mi mujer, tan emperifollada como de costumbre, sujetaba con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda el cordoncito que ataba la bandeja con los dulces, y con la derecha mi brazo. Tardamos más de los cinco minutos que llevaría el paseo en condiciones normales porque los zapatos de tacón le mancaban el juanete. Desde la distancia comprobé que había un segundo coche aparcado frente a la casa de los Portel (quiero decir de los Nazario), y así se lo anuncié a mi mujer, quien se limitó a mugir de dolor (quiero decir a gemir).
            ¡Ding-dong!
            Abrió la puerta él y dijo: «Pasad, pasad».
            Al entrar la vimos, a la mujer pariendo sobre una manta en medio del salón, asistida por una vieja de rostro alargado y paletos enormes.
-          Hola, soy José - dijo el hombre plantándole dos besos a mi esposa. Luego señaló hacia el alumbramiento, le colocó una toalla sobre el antebrazo y añadió: - ¿Te importaría dársela a la comadrona mientras yo voy a por el agua hirviendo?
            Mi mujer me entregó la leche frita y el abrigo de pieles, se descalzó hecha un flan y corrió hacia las mujeres. En cambio yo permanecí anclado al hall en mi función de perchero.
            Al cabo de dieciocho minutos oímos el llanto. Mi esposa, con varios desgarrones en las costuras del vestido que dejaban entrever la faja, llegó hasta mí.
-          Gabi, es un bebé precioso —decía traspuesta, mirándome con los ojos acuosos e iluminados—. He decidido que voy a hacer el cursillo de comadrona.
            Luego me abrazó con su fuerza taurina y regresó trotando a sus quehaceres, mientras yo continuaba allí, de pie, rumiando mi culpabilidad por no haberla podido hacer un hijo.
            El hombre, también emocionado, me sacó de mi ensimismamiento y me condujo hasta la cocina para bebernos unas cervezas. Ahogada la tensión se acercó y me susurró al oído unas palabras desconcertantes: «Nunca imaginé que me alegraría tanto de tener un hijo que sospecho no sea mío». Se fue y yo me bebí otra cerveza por mi cuenta, pensando en que los hay afortunados. Y ya estaba mediando la tercera cuando el hombre irrumpió de nuevo para insistir en que nos quedásemos a cenar. Preguntó si me gustaba la comida china, pero antes de que pudiese contestar abandonó la cocina haciendo un pedido desde el móvil.
¡Ding-dong!
-          ¡Abre tú, Gabi! —me dijo.
            Me dirigí al umbral de la casa y me topé con la pareja de vecinos que más había dado de qué hablar en la urbanización. Lucían ya cabellos canos y un porte jorobado pero seguían vistiendo igual de estrafalarios que siempre (supongo que se inspiraban en las revistas de moda que recibían del extranjero y que pesan como el plomo). En la urbanización son conocidos como Las Reinonas.
-          ¿Quién es? —preguntó el hombre desde el salón, cuando la pareja ya se había internado en la casa.
-          ¡Feliz Navidad! —gritó la pareja al unísono blandiendo sendas botellas de sidra.
            Pero enmudecieron - como mi mujer y este servidor con anterioridad - al descubrir lo que estaba ocurriendo, circunstancia que yo aproveché para anunciarles que acababa de nacer el primer niño de la urbanización. Inmediatamente después se presentó el hombre para abrazarlos con efusividad (acabaría por saber que Las Reinonas eran los amigos que les habían animado a alquilar la casa de los Portel).
-          ¡Pasad! —gritó la mujer.
¡Ding-dong!
            Ahora era el muchacho africano que hacia los repartos de El Oriental. Al ir a pagar, imbuido por la felicidad del acontecimiento, el hombre invitó también al joven a tomarse una copa con todos nosotros.
            Y ésa es la escena de una Nochebuena que nunca olvidaré. Venus lucía poderosa a través del ventanal bajo el que la mujer reposaba con el recién nacido en brazos, sobre un butacón tapizado de pana color paja, y con mi esposa y la comadrona arrodilladas a ambos lados. El hombre, justo detrás, descansaba una mano sobre el hombro de ella, y Las Reinonas y el morenito se inclinaban ante el bebé para contemplarlo mejor.
            Apenas duró un instante, pero esa natividad se grabo a fuego en mis retinas; me cautivó de modo tal que tiendo a rememorarla casi obsesivamente, sin que al día de hoy, siete años más tarde y a pesar de lo imaginativo que soy, haya dado con el porqué.
            ¡Din-dong!
-          Abre tú, Gabi, que será Jesusito.

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